Al final de la escalera

Estaba todo al final de la escalera, era como un premio por el esfuerzo de la subida.
El primer día fuimos premiados con una vista de Lisboa la nuit, sentados en el mirador de un teatro en las faldas del Castelo.
Todas las escaleras acababan en casa de Alberto, en pleno barrio de Chiado, y cuando las bajabas acababas en el Rossío.
Las escaleras a veces eran rampas, y te llevaban a restaurantes clandestinos en casas en ruinas donde te servían tallarines chinos y podías coger tu cerveza del propio frigorífico mientras los dueños chinos veían la televisión en el salón donde tú comías, seguramente el más gordo de ellos dormía en una de las veinticinco literas del piso de arriba por que el techo estaba muy vencido.
Si subías las escaleras por el día podías ir al mercado de Ladra entre las dos torres del Panteón y una señora con falda de cuadros, y rebeca de lana, te vendía pendientes sueltos, muñecas mancas, telefonos antigüos y algún spectrum de cartucho.
Las escaleras eran un indicio claro de que algo bueno iba a pasar, a veces bajabas por las vías del tranvía a veces parabas para poder respirar y tomabas un pastel de Belem y a veces si las bajabas, casi, casi del todo podías ir al Beleza, que puedo decir del Beleza...música en directo, palacio en ruinas, baile, copas, risas, que bonito Lisboa.